Volver la mirada hacia las fronteras: la
historia en perspectiva regional
Susana Bandieri*
Presentación del problema
En la
Argentina, como en muchos otros países, el peso de los elementos fundantes de
la historiografía decimonónica es todavía muy importante. Ello ha derivado en
la construcción de una historia encerrada en los límites de dominación territorial
del Estado Nacional que por entonces se consolidaba como tal, con una sociedad
culturalmente homogeneizada, europeizada por efectos de la inmigración e identificada
con el proyecto de nación emergente. Como consecuencia del mismo proceso,
varios mitos historiográficos se construyeron alrededor de la Patagonia. Uno de
ellos, quizá el más importante, llevó a sostener que la ocupación blanca posterior
a la conquista de los espacios indígenas había seguido el mismo sentido y
orientación de las tropas militares, mostrando una nueva sociedad rápidamente
disciplinada por una penetración estatal por demás exitosa. Así se mostró una
Patagonia absolutamente vaciada de pueblos originarios, cuyas nuevas corrientes
de poblamiento provenían siempre del Atlántico, desconociendo la existencia
previa y el asentamiento espontáneo de poblaciones de otros orígenes y
procedencias, que traspasaban permanentemente los Andes como parte de una
práctica heredada de las propias sociedades indígenas. Consecuentemente con
ello, también se pensó en una ocupación económica producida en ese mismo
sentido, donde ganados y capitales formaban parte exclusiva de la orientación atlántica
del modelo agro-exportador dominante en la Argentina. Nada más lejos de la
realidad en muchas áreas de la Patagonia, tal y como se ha demostrado en las
últimas investigaciones.
En el mismo
sentido, otra frontera historiográfica se ha derribado como límite del
conocimiento: la instituida entre Argentina y Chile, en el convencimiento de
que resulta imposible cualquier aproximación comprensiva a la historia
patagónica si no se recupera fuertemente la idea de que las áreas fronterizas
no funcionaron como vallas sino como verdaderos espacios sociales de gran
dinamismo y alta complejidad[1], que
sobrevivieron por encima del proceso de consolidación de los respectivos
Estados Nacionales a lo largo del
siglo XIX, perdurando en el tiempo hasta avanzado el siguiente. Derrumbar la
idea de las fronteras entendidas como límites y destruir mitos sobre la
Patagonia, es entonces parte sustancial del objetivo que nos convoca.
Estas y otras
cuestiones son hoy reexaminadas a la luz de nuevas propuestas de investigación que
tienden a complejizar, desde la construcción histórica regional, muchos
presupuestos generalizantes, lo cual necesariamente ha derivado en
aproximaciones conceptuales a la posibilidad operativa de tal construcción
historiográfica y, en consecuencia, al propio concepto de región.
Hacia una nueva historia regional
En nuestro
país la historia regional tiene un espacio ganado a fuerza de costumbre, aunque
no siempre se reconoce su entidad conceptual ni se tiene en claro a qué
exactamente corresponde. Muchas veces, parece que “lo regional” engloba a todos
aquellos estudios no referidos a la Pampa húmeda, mientras se asocia su
pertenencia historiográfica a alguna de las regiones que tradicionalmente se reconocen
en el interior del territorio, como el Noroeste, Cuyo, o la Patagonia, por
ejemplo. Otra idea -presente en los congresos que con regularidad organiza la
Academia Nacional de la Historia, por ejemplo- contrapone lo “nacional” con lo
“regional”, entendiéndose por esto último la parte que el evento destina a la
producción historiográfica referida a las provincias. No se discute demasiado
sobre la validez operativa del concepto y, si se lo hace, se lo rechaza
mediante la atribución de resabios estructuralistas que no condicen con los
paradigmas vigentes.[2]
Un primer
elemento a tener en cuenta es que la noción de historia regional remite
necesariamente a dos áreas de conocimiento: la historia y la geografía, es
decir que contiene en sí misma las dos coordenadas -tiempo y espacio- que la
caracterizan. Ambas disciplinas han pasado sucesivamente por enfoques teóricos
equivalentes desde el positivismo del siglo XIX en adelante, que han variado la
concepción de región desde posiciones
tan encontradas como diferentes (Carbonari, 1998). Así, se ha transitado desde
el determinismo geográfico decimonónico, para el cual el medio condicionaba a
la sociedad y la región era un espacio previamente delimitado, sólo reconocible
por los elementos físicos y naturales que la distinguían, hasta la
interpretación más encontrada con tal postura que la considera un espacio
abierto, al cual sólo es posible acceder comprensivamente a través del estudio
de las relaciones que establecen los sujetos sociales en la dinámica del proceso histórico (de Jong, 2001).
En la medida en que el espacio pasó a ser entendido por la geografía crítica
como una “construcción social” (Santos, 1986), la región dejó de ser -y por
ende debería serlo para los cultores de la historia regional- un ámbito
acotado, previamente definido por el historiador, para convertirse en una
hipótesis a demostrar (Bandieri, 2001a). En el medio de perspectivas tan
extremas, y más recientemente aún, surgieron otras posiciones neo-positivistas
para las cuales la delimitación previa de la región sigue siendo el único
recurso posible.
Para entender este tránsito conceptual de avances y retrocesos, es
necesario recordar que, sobre fines del siglo XX, asistimos a una fuerte crisis
disciplinar, parte a su vez de una crisis más generalizada de las ciencias
sociales y humanas, que afectó tanto a la teoría, como a la práctica y a la
función social de la historia, produciéndose un fuerte rechazo del paradigma
estructuralista de la segunda posguerra, lo cual derivó en una importante
fragmentación de los temas, los objetos de estudio, las escuelas
historiográficas y los métodos. Sucesivos “retornos al sujeto” llevaron, en sus
posiciones más extremas, a equiparar a la historia con la narración y a negar
su poder cognitivo y su condición de ciencia, en tanto entraba en esa misma
crisis la idea de progreso que estaba inmersa en la relación
pasado-presente-futuro, derivando en una importante disgregación de la
disciplina (Barros, 1999).
La pretensión
de construir una “historia totalizante” parecía haber llegado a su fin y la
separación cada vez más marcada entre historia económica, social y política,
alejó a los historiadores de la visión global del pasado. La primera sufrió
especialmente los embates de la nueva
situación, por cuanto, como parte de la propia crítica al determinismo
economicista, se cayó en otra suerte de determinismo que eliminaba la necesidad
de conocer la base económica de la sociedad. Esta profunda crisis de paradigmas
y la propia dinámica de la ciencia histórica derivaron en nuevos consensos, más
impuestos por la práctica que discutidos y explicitados, donde la historia
tradicional no tenía cabida, pero tampoco la tenía la fragmentación postmoderna.
Quizás el ejemplo más característico de esta evolución sea el de la micro-historia. Nacida como reacción
frente al modelo totalizante de la historia serial de los Annales, derivó no pocas veces en estudios excesivamente “micros”,
lo cual llevó a sus partidarios más reconocidos a la necesidad de insistir en
la importancia de no perder de vista el contexto y rescatar la heterogeneidad
de los procesos, optando incluso por la más conveniente denominación de microanálisis.[3] Disminuir la
escala de observación parecía ser una estrategia metodológica adecuada para
superar la crisis del paradigma estructural totalizante. Pero la reducción de
la escala de observación como recurso metodológico no implicó necesariamente una
renovación de la relación espacio-tiempo, ni tampoco hizo hincapié en el estudio de la base material de
la sociedad, al menos en la expresión de sus fundadores europeos, particularmente
los italianos, por aquello de evitar toda connotación con la estructura. La
historia y la geografía separaron nuevamente sus derroteros en aras de la
especificidad disciplinar, y la historia regional perdió su rumbo,
transformándose, no pocas veces, en “historia de provincias”. El espacio, entendido
como una construcción de la sociedad en el proceso histórico, así como una
variable de análisis que supera los límites jurisdiccionales
político-administrativos de un objeto de estudio, también perdió entidad
historiográfica (Bandieri, 2001a), con algunas escasas excepciones.
Concientes de los graves efectos de la fragmentación neoliberal, los
organizadores del 19th International
Congress of Historical Sciences planteaban en Oslo en el año 2000 la definición posible de una historia pensada
a escala del mundo.[4] No se trataba de construir
una historia total, sino de pensar en esa escala para entender la indisoluble
unión entre lo global y lo local. La propuesta no era pensar con un “cierto
nivel de generalidad”, sino superar los límites de una identidad política
particular para ver las conexiones y
las circulaciones, apuntando a la
construcción de una nueva historia global sobre bases no ideológicas, que lograse
reconstruir las herencias múltiples que conforman el pasado y definen la
identidad de una región y su construcción histórica. Rescatando los sustentos
analíticos de la historia comparada de Marc Bloch y el concepto de región de Braudel, Maurice Aymard y
Roger Chartier proponían, frente a la fragmentación y al individualismo
erigidos en métodos contra cualquier forma de “holismo”, la necesidad
indispensable de tener en cuenta las escalas de análisis espaciales y
temporales infinitamente más largas, para ver los problemas y comprender las
culturas, lo que sólo es posible a ese nivel (Aymard, 2001: 44). En síntesis,
identificar “diferentes espacios o regiones” que muestren una unidad histórica
en sus relaciones y cambios, independientemente de la soberanía estatal que
corresponda. Lo que importa es la elección de un marco de estudio donde sean
visibles las conexiones históricas en relación con la población, las culturas,
las economías y los poderes, donde se vuelvan visibles la circulación de
hombres y productos y el mestizaje de los imaginarios (Chartier, 2001: 121). La
cuestión no pasa entonces sólo por disminuir la escala de observación sino
por la variación del foco con que se
analizan los problemas.
Los historiadores
franceses antes citados reclamaban, por lo consiguiente, construir una nueva historia
donde el medio geográfico funde su unidad sobre la diversidad y la
complementariedad, más que sobre su homogeneidad climática y física; donde la
economía se base en el cambio y en la circulación de los bienes y de las
personas y sobre la articulación del comercio interno y externo; donde la
situación cultural esté marcada a la vez por la referencia a una unidad pasada
y por la coexistencia, pacífica y conflictiva, de civilizaciones concurrentes;
donde una posición geográfica, explotada y valorizada en un proceso histórico
de larga duración, permita ver los contactos entre los países y los
continentes, superando los límites y recuperando la noción de frontera como
espacio social de interacción (Aymard, 2001: 47).
Estas nuevas perspectivas,
aún con las reacciones encontradas que puedan provocar, sin duda vuelven a
posicionar a la construcción histórica regional, tan cara a la tradición
historiográfica de muchos países de América Latina, como una alternativa
posible para superar las visiones fuertemente centralizantes de las “historias
nacionales” todavía vigentes, donde las fronteras estatales actúan muchas veces
como límites para la construcción de un pasado extremadamente más rico y
complejo. Como bien dijo en alguna oportunidad Magnus Mörner (1983: 52): “En países tan
heterogéneos en muchos aspectos como aquellos de América Latina, las regiones
permanecieron más aisladas y el regionalismo es más importante que en otras
partes del mundo. La dimensión regional ayuda a salvar la diferencia entre un
nivel nacional más o menos artificial
(al menos para ciertos períodos) y el nivel de la comunidad local.”
Nuevas
investigaciones, otra historia
Como venimos
diciendo, la crisis y revisión de los paradigmas científicos que impregnaron la
construcción historiográfica de los últimos años derivaron, en nuestro caso, hacia
comienzos de la década de 1990, en la necesidad de replantear la construcción
de un pasado excesivamente dotado de mitos. Uno de ellos, el pensar una
historia donde los “Estados Nacionales”, los “mercados nacionales” y las
“sociedades nacionales” eran procesos plenamente constituidos hacia los años 1880
con determinadas características consolidadas. En consecuencia, una “historia
nacional” unificada, construida básicamente desde los espacios dominantes,
tendía también a generalizar sus conclusiones con una carga explicativa que
avanzaba en el mismo sentido en que lo había hecho el Estado central en su
propio proceso de consolidación, es decir, en dirección este-oeste.[5]
Ejemplificando con el espacio que nos ocupa, se sostenía que la Patagonia había
sido inicialmente ocupada por el blanco desde el Atlántico e incorporada
definitivamente a la nación como forma de completar la soberanía territorial
amenazada por la sociedad indígena y de ampliar las fronteras productivas del
país en aras de la expansión capitalista. Sin ser éstos, necesariamente,
preceptos absolutamente falsos, daban lugar a interpretaciones que desconocían
otras realidades como las de las áreas andinas patagónicas, donde los límites
internacionales no funcionaron necesariamente como tales para las comunidades
involucradas, visualizándose la presencia de ámbitos fronterizos que se
convirtieron en verdaderos espacios sociales de gran dinamismo y larga
duración. Esa realidad, evidenciada desde la investigación regional, obligaba
necesariamente a revisar una historia nacional construida “de espaldas” a la
cordillera. Esta y otras cuestiones son hoy reexaminadas a la luz de nuevas
propuestas de investigación que tienden a complejizar muchos presupuestos
generalizantes.
Los nuevos aportes tienen también la
ventaja de superar las tradicionales “historias provinciales”, que nunca
alcanzan a reflejar cabalmente las problemáticas del conjunto. La cuestión se
agrava, en el caso patagónico, por cuanto las provincias surgidas de la anterior
división administrativa en Territorios Nacionales no tienen límites que
respondan a criterio alguno de funcionamiento económico y cultural de las
sociedades involucradas. Los mismos fueron fijados por una ley nacional dictada
en el año 1884 que tomó como base accidentes geográficos y trazos
convencionales, como paralelos y meridianos, escasamente reconocidos por
entonces en el terreno.[6]
Estos límites, de hecho, de poco sirven a la hora de intentar explicar el
funcionamiento de lo social y de la infinidad de relaciones que los superan. Un
aspecto importante de los nuevos aportes historiográficos es entonces derribar
la idea del funcionamiento de las fronteras como límites, tanto de las que se
crearon por imposición de divisiones político-administrativas a la hora de
formalizar la soberanía territorial de los Estados, como de aquellas otras más
difusas que pretendían diferenciar culturas aparentemente irreconciliables,
como la llamada frontera interna
entre la sociedad blanca y la indígena. Ambas, curiosamente, funcionaron por
mucho tiempo en la producción de los estudiosos como verdaderas vallas mentales
a la hora de aproximarse comprensivamente al todo regional.
No sólo se
sabe en la actualidad que las sociedades indígenas de Patagonia funcionaban de
manera mucho más compleja, sino además que tal funcionamiento sólo resulta
entendible en el marco de sus múltiples relaciones con el área chilena de la Araucanía y con la
sociedad hispano-criolla de los respectivos centros de poder, tanto en el área
del Pacífico como en la del Atlántico. Si los Andes nunca fueron una valla para
estos grupos surge entonces, según ya adelantamos, la necesidad de replantearse
la idea de “frontera”, tanto de la supuestamente existente entre la sociedad
blanca y la indígena, como aquella que los Estados Nacionales -Chile y
Argentina- intentaron imponer como límites territoriales de sus respectivas
soberanías a lo largo del siglo XIX. Al
avanzar este proceso, se agudizaron las presiones territoriales de la sociedad
hispano-criolla hasta que, en la segunda mitad del siglo y mediante sendas
conquistas militares, se terminó por incorporar el espacio indígena a la potestad de los respectivos Estados
nacionales, resolviendo el secular conflicto a favor de los sectores
dominantes. A la expropiación y desafectación de los recursos naturales a las
poblaciones indígenas le siguió la conformación de un marco político e
institucional que asegurase el desenvolvimiento de la nueva organización
social, ahora vinculada a las formas capitalistas de producción. El efecto
inmediato de tales medidas en la
Patagonia fue el establecimiento de los límites
administrativos de los nuevos Territorios Nacionales y la fijación de la
frontera política en la cordillera de los Andes. No obstante, como veremos a
continuación, la situación periférica del interior patagónico con respecto al
modelo de inserción de Argentina en el sistema internacional vigente, con
fuerte orientación atlántica, motivó la supervivencia de los antiguos contactos
socio-económicos en las áreas cordilleranas por encima de la fijación de
límites que los Estados nacionales, recientemente constituidos, intentaban
imponer.
La frontera internacional
Si bien hay
tendencias y procesos generalizables que permiten cierta historia común, no es
posible construir una imagen homogénea de la Patagonia, por cuanto
hay características específicas importantes y fácilmente identificables en cada
uno de los sub-espacios que la integran. En este sentido, las condiciones de
mediterraneidad y aislamiento habrían conferido a las áreas andinas especiales
características de marginalidad respecto del sistema nacional vigente, con
clara orientación atlántica, y una vinculación muy importante con las
provincias limítrofes del sur chileno, heredada del propio funcionamiento de
las sociedades indígenas. Esto impide, de hecho, pensar la historia patagónica
atendiendo solamente a sus límites territoriales sin considerar la importancia
de un área de frontera con existencia propia donde se habría definido, a lo
largo de un extenso período, un espacio social de particulares características
que sobrevivió por encima de la fijación de límites y de la incorporación de
los territorios indígenas a la soberanía de los respectivos Estados nacionales:
Argentina y Chile. Esto habría generado,
en el proceso histórico regional, un importante grado de especialización con su
propio esquema de funcionamiento e intercambio y una organización
socio-espacial acorde, que de hecho se habría extendido, con desigual
intensidad, desde el noroeste del territorio de Neuquén hasta las áreas
occidentales de Río Negro y norte de Chubut, repitiéndose, con características
muy marcadas, en el extremo más austral del continente.
Recuérdese
que, en la segunda mitad del siglo XIX, luego de la conquista militar del
espacio indígena, la Patagonia se integró al sistema económico nacional a
través de la captación del ganado ovino, expulsado de la llanura pampeana por
el auge de los cereales y la valorización de la carne vacuna por la
incorporación del frigorífico. Este proceso, que en términos generales suele
extenderse en los análisis históricos al conjunto de la región patagónica,
afectó especialmente a los territorios con litoral atlántico, cuyos puertos
naturales permitían una rápida salida de lanas y carnes con destino al mercado
de ultramar. No fue éste exactamente el caso de las áreas andinas, cuyas
condiciones de mediterraneidad y aislamiento favorecieron su natural
desvinculación del mercado nacional y una mayor integración con las provincias
del sur chileno, al menos durante fines del siglo XIX y primeras décadas del
XX, produciendo una significativa cantidad de vacunos de tipo criollo para
satisfacer la demanda de los mercados del Pacífico. Sobre el particular, y
hasta hace muy poco tiempo, la producción historiográfica nacional afirmaba,
con un alto grado de generalidad, que la producción de los territorios
patagónicos se había orientado mayoritariamente hacia el Atlántico,
desconociendo la perdurabilidad de estos contactos comerciales con el área del
Pacífico.
Al respecto,
cabe recordar que en la segunda mitad del siglo XIX, y a instancias de la
creciente demanda de California y Australia primero y de Inglaterra después, la
producción agrícola de Chile llegó a cuadruplicarse, siendo, junto con el
cobre, uno de los rubros de exportación más favorecidos. Ello habría provocado
un vuelco de las tierras regables del valle central chileno, antes destinadas a
la ganadería extensiva, a la producción de cereales, impulsando, hacia la década
de 1880, la ocupación de las tierras de la Araucanía. La especialización
cerealera se extendió entonces al sur del Bío-Bío, aumentando la demanda de
carne y derivados para consumo y exportación a otros países sudamericanos con
costas sobre el Pacífico Sur, como Perú y Ecuador, cuya mano de obra agrícola -proveniente
de los países orientales- en condiciones casi serviles, consumía grandes
cantidades de tasajo. Un número importante de vacunos en pie fue entonces
requerido como materia prima indispensable para distintas actividades de
transformación (saladeros, curtiembres, graserías, fábricas de velas y jabón),
ubicadas en el valle central chileno y en el área de Valdivia, donde se encontraba
la mayor agro-industria chilena de esos años, vinculada al mercado de cueros y
suelas que se consumían internamente y se exportaban al mercado de ultramar.[7]
Características físicas de singular importancia hacían de las áreas andinas
patagónicas lugares dotados de excelentes condiciones para satisfacer tal
demanda, particularmente facilitada por la presencia de numerosos valles
transversales que permiten el tránsito de un lado a otro de la cordillera
durante la mayor parte del año. Chile, en cambio, posee en igual latitud áreas
muy boscosas, poco aptas para la ganadería (Bandieri, 1991).
Al mantenerse
e incrementarse la demanda de carne, y una vez sometidos los grupos indígenas
que la abastecían, las corrientes de población instaladas en las áreas
limítrofes desarrollaron naturalmente la misma actividad. Esto también explica
el hecho de que importantes hacendados trasandinos se preocuparan por invertir
en la compra de grandes extensiones de tierras en la región, con lo cual
desahogaban sus campos en las provincias chilenas limítrofes, aptas para la
agricultura y de limitadas posibilidades para la crianza de ganado mayor. En
una típica economía complementaria, los animales criados en el oriente
cordillerano eran engordados con los residuos de las cosechas en los fundos
chilenos. Tal es el caso, entre otros, de la Sociedad Comercial y Ganadera Chile-Argentina de capitales
germanos-chilenos, que llegó a concentrar en 1905 más de 400.000 ha de tierras
en el sudoeste neuquino, además de ser propietaria de molinos harineros, aserraderos
y empresas de turismo y navegación en las zonas cordilleranas de Neuquén, Río
Negro y Chubut, así como de un emporio comercial operado desde la localidad
rionegrina de San Carlos de Bariloche (Bandieri y Blanco, 1997).
Más al sur, la franja comprendida entre el lago Nahuel Huapi
y las colonias galesas del noroeste chubutense, en el área de Trevelin,
lindante con el tramo chileno que se extiende al sur de Puerto Montt, también
participaba de este fenómeno como extensión de las corrientes de poblamiento,
comercio e inversiones procedentes de Chile que se desplazaron por el lado
argentino hacia esos ámbitos como su máxima posibilidad de expansión (Novella y
Finkelstein, 2001).
Recuérdese que en la localidad chilena antes mencionada se interrumpe el valle
central y el mar penetra sobre el continente, en tanto que una geografía muy
accidentada y la densa selva valdiviana dificultan las posibilidades de cruce
en ese sector de la cordillera. No obstante, hasta aquí llegaron también parte
de los flujos migratorios ingresados por los pasos fronterizos de Neuquén y norte de Río Negro,
incluyendo indígenas, criollos chilenos e inmigrantes suizos y alemanes
afincados anteriormente en el sur de ese país. En tanto los pobladores de estas
últimas procedencias se instalaron en las proximidades de San Carlos de Bariloche,
los de menores recursos de desplazaron hacia el sur en busca de tierras libres
para ocupar. Puede pensarse que muchos de estos pobladores ya estaban en el
lugar desde etapas anteriores, dado que parece importante no pensar la campaña
de ocupación militar de los territorios indígenas como un proceso absolutamente
exitoso en lo que respecta al “vaciamiento poblacional” de la Patagonia, con lo
cual se abona la hipótesis -muchas veces inconsciente por parte de los
historiadores- de que el proceso de asentamiento y ocupación social del espacio
regional fue posterior a 1880. De todas maneras, estos grupos, ahora
identificados con identidades “nacionales” según su lugar de nacimiento,
completaron el poblamiento de los valles cordilleranos junto con los colonos
galeses. Gradualmente se fueron formando nuevas poblaciones en la zona que el
paralelo 42° separó administrativamente desde la creación de los Territorios
Nacionales como pertenecientes a Río Negro o Chubut.
Fuera de los límites ocupados por
las importantes estancias de capitales británicos que en conjunto formaban la Argentine Southern Land Company Ltda. (ASLCo.), creada en 1889, se ubicaron en la
zona pobladores sin capital, muchos de ellos indígenas sobrevivientes y otros
pertenecientes a sectores de escasos recursos procedentes de Chile,
establecidos como crianceros -pequeños productores de ganado menor,
generalmente ocupantes de tierras fiscales- que poco a poco fueron
constituyendo la oferta de mano de obra de los ganaderos del lugar,
transformándose en peones, medieros, aparceros y, excepcionalmente,
arrendatarios de tierras. Una característica destacable de estos grupos era su
alta movilidad, particularmente en los primeros años, mientras encontraban
tierras desocupadas para radicarse o se “conchababan” en las estancias de
propiedad particular. Aquí también se instalaron las colonias pastoriles
indígenas de Cushamen, Nahuelpan y Epulef, especie de reservaciones donde
determinados grupos de “indios amigos” obtuvieron después de la conquista
pequeñas superficies de tierras (625 has. según la Ley del Hogar),
insuficientes para la práctica adecuada de la ganadería extensiva que exige la
calidad dominante de las tierras patagónicas.[8]
Más al sur, en la zona que los
historiadores regionales han llamado la “región autárquica de Magallanes”
(Barbería, 1995), se dio una
situación similar, aunque con una lógica de funcionamiento e interrelación
distinta. Aquí también resulta evidente la expansión de los capitales y
de los flujos de inmigración procedentes de Chile, principalmente de Punta
Arenas y de la isla de Chiloé, hacia el área de Santa Cruz y Tierra del Fuego,
conformando una misma región que, al menos hasta la década de 1920, habría
funcionado con una dinámica propia y relativamente desvinculada de los centros
políticos de sus respectivos Estados Nacionales, Buenos Aires y Santiago. A la
luz de estos estudios, y al menos hasta esos años, la significativa dependencia
económica de los territorios más australes de Argentina con el área de
Magallanes y su capital Punta Arenas parece indiscutible, al menos en lo que se
refiere a la provisión de lanas y carnes ovinas con destino a los mercados
europeos.[9] La posibilidad de
comunicación directa con los centros de ultramar a través de este puerto,
facilitada por la inexistencia de impuestos aduaneros y la débil presencia
estatal en la región, favorecieron este proceso de integración. Luego, factores
de diversa índole habrían provocado la ruptura de tal funcionamiento autárquico[10],
generándose a partir de la década de 1920 una mayor inserción económica de la
zona en sus respectivos espacios nacionales, particularmente visible en la
nacionalización de los más importantes capitales que lideraban ese funcionamiento,
como es el caso del importante grupo empresario Braun-Menéndez Behety,
propietario de “La Anónima”.[11] De
todas formas, la vinculación económica entre ambos sitios habría seguido siendo
importante hasta los años 1930, cuando la hegemonía histórica de Punta Arenas
comenzó a debilitarse, cortándose definitivamente luego de 1943, en el momento en
que los respectivos Estados nacionales comenzaron a imponer una serie de
políticas que marcaron rumbos divergentes y a veces competitivos (Martinic B., 2001).
Para el sur patagónico entonces, la expansión ovina producida a partir de los
años 1880 guarda no sólo relación con el modelo agro-exportador argentino sino
también con la demanda del área magallánica, donde la industria frigorífica y
la exportación de lanas y otros derivados ganaderos habían alcanzado un
importante desarrollo.
También en el
área santacruceña se dio la modalidad de diversificación de la inversión por
parte de importantes capitales chilenos. La mayoría de las grandes
explotaciones ovinas del territorio, como la estancia “El Cóndor”, de alrededor
de 200 mil hectáreas, propiedad de la firma Waldron
& Wood, estaban inicialmente manejadas por capitales ingleses radicados
en Punta Arenas que además poseían casas comerciales en Buenos Aires. Esta
empresa era simultáneamente propietaria de 650 mil hectáreas en el sur de
Chile. También la Sociedad Ganadera Gente
Grande constituyó un complejo de estancias en Santa Cruz que combinaba con
propiedades en territorio chileno. Es en razón de esto que se sostiene que las
conocidas inversiones de capitales extranjeros en tierras de la Patagonia sólo
pueden ser cabalmente comprendidas en el marco de una particular estrategia de
inversión regional de capitales ingleses y germanos radicados previamente en
Chile, que manejaban simultáneamente los circuitos de comercialización del
Atlántico y del Pacífico (Bandieri, 2005).
Entre ambas zonas del norte y sur
patagónico, el área fronteriza del Chubut que se corresponde con Coyhaique y
Puerto Aisén en Chile muestra particularidades que la diferencian del resto del
espacio regional (Torres, 2002). En este sector, como resultado del laudo arbitral de 1902, el
límite abandona la línea de la cordillera de los Andes para penetrar en la
meseta patagónica. Esta región, poblada desde el siglo XIX por unos pocos
chilotes -habitantes de la isla de Chiloé-
que se dedicaban a la pesca, la caza de lobos y la tala de árboles, fue
ocupada más formalmente por el gobierno chileno a principios del siglo XX,
luego de la demarcación de límites, otorgando grandes superficies de tierras a
compañías originarias de Punta Arenas, como la Sociedad Industrial de Aisén (SIA) o la Compañía Explotadora del Baker, que importaron ganado de Argentina
para iniciar sus explotaciones. Hasta ese momento, el Estado chileno se había
mostrado desinteresado por las “tierras de entre medio”, nombre con el
que se conocía la zona no ocupada comprendida entre Chiloé y el estrecho de
Magallanes. Una serie de
centros poblados se crearon oficialmente a partir de 1910, como Puerto Aisén, originariamente
muelle de la SIA, instalada desde 1903 en la zona de Coyhaique, la población
más importante del área. Una
ley de colonización dictada por el
gobierno chileno en 1930 aceleró el poblamiento del lugar. A diferencia de los
casos anteriores, la lejanía y las dificultades de comunicación con los centros
urbanos de Chile más importantes del sector -Punta Arenas y Puerto Montt-
facilitaron la natural conexión del lugar
con los puertos del Atlántico, particularmente con Comodoro Rivadavia. Cabe
consignar que la carretera austral chilena que une Puerto Montt con
Aisén se construyó recién entre 1976 y 1988 y la extensión de la misma ruta
hasta Puerto Yungay, en el sur, es de 1996, permaneciendo la zona hasta la
actualidad desconectada del centro económico de Punta Arenas a través de
territorio chileno. De hecho,
ese recorrido debe hacerse por territorio argentino. Esto favoreció la orientación
temprana hacia el Atlántico. Un espacio común de inversiones de capital,
explotaciones ganaderas, flujos de población y variados vínculos socio-económicos
caracterizaron también a esta región fronteriza. Una particularidad a destacar
es la de migrantes chilenos asentados en Argentina que reingresaron a su país
para acceder a tierras en este lugar, junto con pobladores argentinos que
también colonizaron el área. Las localidades chilenas de Futaleufú y Balmaceda,
originadas a partir de estos grupos de colonos que ingresaron desde Argentina,
es un claro ejemplo de este proceso inverso de ocupación que venimos
describiendo.
Se puede
afirmar entonces que, en el mismo momento en que las principales regiones
ganaderas argentinas destinaban sus esfuerzos a mejorar las razas carniceras
con destino al frigorífico y a la exportación al mercado europeo del Atlántico,
la ganadería patagónica se orientaba con doble dirección. Mientras en el sur,
lanas y carnes ovinas salían por los puertos patagónicos y buena parte del
interior de la región derivaba los mismos productos hacia los frigoríficos
magallánicos y el puerto de Punta Arenas, en las áreas andinas del centro y
norte patagónico se comercializaban vacunos en pie para satisfacer la demanda
de los centros del Pacífico. Restos importantes de estas prácticas comerciales
se mantendrían en las zonas fronterizas, con mayor o menor intensidad, hasta
épocas posteriores, cuando se hicieron sentir en la región los efectos de las
medidas arancelarias tomadas por ambos Estados, Chile y Argentina, en un
período que se inició a comienzos de la década de 1920 y se profundizó años
después. Concretamente, puede afirmarse que la actitud proteccionista de ambos
países, acentuada en Chile a partir de los años 1925, reforzada por la política
arancelaria de 1927 y 1930, y complementada con medidas similares tomadas por
Argentina a lo largo de las mismas décadas, habría terminado por descomponer definitivamente
estas formas regionales de intercambio, cuando el modelo sustitutivo de
importaciones implantado a partir de la crisis de 1929-30 requirió de un
mercado interno más eficientemente controlado (Bandieri, 2003).
Conclusiones
El principal aporte de las últimas
investigaciones es entonces desviar la mirada del proceso histórico regional
hacia las áreas fronterizas, mostrando un mundo de relaciones muy dinámico y
complejo que rompe con la tradicional mirada historiográfica de una Patagonia
cuyo único eje dinamizador se encontraría en las costas atlánticas, lugar desde
donde habrían provenido de manera prácticamente exclusiva las corrientes de
poblamiento e integración económica con el mercado nacional e internacional
vigentes.
Asimismo, a partir de estos
trabajos, las “fronteras” -tanto la llamada frontera interna entre la sociedad
hispano-criolla y la indígena, como la externa entre Argentina y Chile- dejan
de ser límites fijos, inmóviles y a-históricos, para convertirse en espacios
sociales de gran dinamismo y larga duración. Hoy se sabe que, al menos hasta la
década de 1920 -y más tardíamente en muchos casos-, los contactos socio-económicos
con el área del Pacífico habrían sido, si no exclusivos, al menos dominantes en
muchos rubros, particularmente en lo que hace a la comercialización de ganado
vacuno en pie, cuya producción era importante en las áreas cordilleranas del centro
y norte patagónico. La ciudad-puerto de Punta Arenas habría captado, por su
parte, la mayor proporción de la producción ovina de la zona sur de Santa Cruz
y Tierra del Fuego con destino a los mercados externos, en tanto también
provenían de allí la mayor parte de los capitales invertidos en el área. Este
particular funcionamiento, que complejiza la anterior mirada generalizante y
poco diversificada de la historia nacional, debe tenerse muy en cuenta a la
hora de aproximarse comprensivamente al proceso de construcción social de la
Patagonia.
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*Dra.
en Historia. Profesora Titular de Historia Argentina y Regional en la Universidad Nacional
del Comahue. Investigadora y Vicedirectora de la Unidad Ejecutora
en Red ISHIR-CEHIR/CONICET. E-mail: sbandieri@ciudad.com.ar
[1]Resulta
importante aclarar la explícita diferenciación que en este trabajo hacemos
entre límite y frontera. Mientras el primero implica una separación lineal de
jurisdicciones bajo distintas soberanías, la segunda involucra una concepción
espacial del territorio dentro de la cual se fijan los límites. La frontera es
generalmente un ámbito alejado de un poder hegemónico y, como tal, suele
permitir la conformación de un espacio social que, antes que separar, une, y
permite definir una región conformada a partir de las relaciones que las
sociedades involucradas establecen a lo largo del proceso histórico.
[2]Ver,
como ejemplo, la opinión crítica de Daniel Santamaría (1995) incluida en el
dossier de la Revista
de Historia Nº 5 de la Universidad Nacional
del Comahue que reproduce las ponencias presentadas al Simposio de Historia
Regional en las IV Jornadas
Interescuelas-Departamentos de Historia, realizadas en Mar del Plata en
octubre de 1993. Una buena puesta a punto sobre los estudios regionales y su
validez conceptual y empírica, puede verse en los libros compilados por S. Fernández y G. Dalla Corte (2001) y S. Fernández (2007).
[3]Ver al
respecto AA.VV., Dossier “La microhistoria en la encrucijada” (1999).
[4]AA.VV. (2000: 3-52), cit. en Chartier
(2001:119).
[5]Un
buen ejemplo de ello es el artículo de J. L. Ossona, donde se atribuye a la
expansión ferroviaria de los años 1860 y 70 un efecto contundente en la
reorientación “hacia el Atlántico de todas las regiones argentinas, revistiendo
las tendencias centrífugas y operando una unificación económica que sentó las
bases para la formación de un mercado nacional” (1992: 69). Por dar sólo un
ejemplo contrario, en el interior rural de Neuquén, pese a la extensión
ferroviaria del Ferrocarril Sud a principios del siglo XX, los circuitos
mercantiles hacia el Pacífico siguieron funcionando con escasas alteraciones,
mientras circulaba mayoritariamente moneda chilena, hasta los años 1930.
[6]Después
de la conquista militar de los espacios indígenas, se procedió a su
ordenamiento en unidades administrativas más pequeñas que aquel vasto
territorio hasta entonces llamado Gobernación de la Patagonia. Se dictó
entonces la ley Nº 1532 del 16 de octubre de 1884 que dispuso, en el sur del
país, la creación de los Territorios Nacionales de Neuquén, Río Negro, Chubut,
Santa Cruz y Tierra del Fuego, estableciendo sus superficies, límites, forma de
gobierno y administración, situación que conservaron hasta la segunda mitad de
la década de 1950 en que se convirtieron en provincias, con la sola excepción
de Tierra del Fuego que lo hizo más recientemente.
[7]La
industria de la curtiembre en el área de Valdivia tuvo un gran desarrollo hasta
la Primera Guerra
Mundial. Allí se fabricaba todo el calzado utilizado por las fuerzas armadas
chilenas y los mineros del norte. Suelas y cueros se exportaban mayoritariamente
al mercado europeo a través del puerto de Hamburgo, aprovechando las conexiones
familiares y empresariales de migrantes alemanes radicados en el sur de
Chile.
[8]Para
visualizar la importancia numérica de estos grupos cabe consignar que, según el
censo nacional de 1895, el 41% de la población extranjera del Departamento 16
de Octubre, en el oeste de Chubut, era de origen chileno, superando incluso a
los británicos (galeses y empleados de la ASLCo.), en tanto que el 90% de los argentinos
eran indígenas. En 1914, la cantidad de migrantes chilenos había ascendido al
75% de la población (Finkelstein y Novella, 2002).
[9]Sobre
fines de 1910 puede ubicarse el momento de mayor auge de la industria
frigorífica en Punta Arenas, cuando la provisión de ovinos argentinos
constituía hasta el 50% de los animales sacrificados con destino a los países
europeos.
[10]Al
terminarse el canal de Panamá, la ciudad del estrecho quedó a trasmano de las
rutas más navegables. A ello se sumaron los gravámenes que los gobiernos
argentino y chileno impusieron a partir de 1920 al comercio de ganado, proceso
que se fue acentuando en los años siguientes hasta cortarse definitivamente en
los años 1940 (Bandieri, 2003).
[11]De Punta Arenas provinieron las primeras iniciativas
de ocupación económica del sur patagónico por parte de importantes hombres de
negocios, como José Nogueira, Elías y Mauricio Braun, quienes iniciaron una
sociedad ganadera en la
Patagonia a partir de 1889, luego de la obtención de dos
concesiones de tierras compartidas, dando lugar a la formación de la Compañía de Haciendas de Oveja de Tierra del Fuego,
luego Sociedad Explotadora de Tierra del
Fuego, dueña para 1900 de 1.700.000 has. y doce millones de ovinos en
campos ubicados a uno y otro lado del estrecho y de la frontera internacional.
De este grupo empresarial se desprendieron otras firmas regionales con
intereses diversos en Tierra del Fuego y Santa Cruz, integradas por Mauricio y
Sara Braun -esposa de Nogueira-, Blanchard-Nogueira -luego Braun-Blanchard- y,
con la incorporación de José Menéndez, la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia -más conocida cómo “La Anónima”-, la empresa
comercial más importante de la región.
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