sábado, 12 de septiembre de 2015

Volver la mirada hacia las fronteras: la historia en perspectiva region. Dra en Historia Susana Bandieri



Volver la mirada hacia las fronteras: la historia en perspectiva regional

                                                                       Susana Bandieri*

Presentación del problema

En la Argentina, como en muchos otros países, el peso de los elementos fundantes de la historiografía decimonónica es todavía muy importante. Ello ha derivado en la construcción de una historia encerrada en los límites de dominación territorial del Estado Nacional que por entonces se consolidaba como tal, con una sociedad culturalmente homogeneizada, europeizada por efectos de la inmigración e identificada con el proyecto de nación emergente. Como consecuencia del mismo proceso, varios mitos historiográficos se construyeron alrededor de la Patagonia. Uno de ellos, quizá el más importante, llevó a sostener que la ocupación blanca posterior a la conquista de los espacios indígenas había seguido el mismo sentido y orientación de las tropas militares, mostrando una nueva sociedad rápidamente disciplinada por una penetración estatal por demás exitosa. Así se mostró una Patagonia absolutamente vaciada de pueblos originarios, cuyas nuevas corrientes de poblamiento provenían siempre del Atlántico, desconociendo la existencia previa y el asentamiento espontáneo de poblaciones de otros orígenes y procedencias, que traspasaban permanentemente los Andes como parte de una práctica heredada de las propias sociedades indígenas. Consecuentemente con ello, también se pensó en una ocupación económica producida en ese mismo sentido, donde ganados y capitales formaban parte exclusiva de la orientación atlántica del modelo agro-exportador dominante en la Argentina. Nada más lejos de la realidad en muchas áreas de la Patagonia, tal y como se ha demostrado en las últimas investigaciones.
En el mismo sentido, otra frontera historiográfica se ha derribado como límite del conocimiento: la instituida entre Argentina y Chile, en el convencimiento de que resulta imposible cualquier aproximación comprensiva a la historia patagónica si no se recupera fuertemente la idea de que las áreas fronterizas no funcionaron como vallas sino como verdaderos espacios sociales de gran dinamismo y alta complejidad[1], que sobrevivieron por encima del proceso de consolidación de los respectivos Estados Nacionales a lo largo del siglo XIX, perdurando en el tiempo hasta avanzado el siguiente. Derrumbar la idea de las fronteras entendidas como límites y destruir mitos sobre la Patagonia, es entonces parte sustancial del objetivo que nos convoca.
Estas y otras cuestiones son hoy reexaminadas a la luz de nuevas propuestas de investigación que tienden a complejizar, desde la construcción histórica regional, muchos presupuestos generalizantes, lo cual necesariamente ha derivado en aproximaciones conceptuales a la posibilidad operativa de tal construcción historiográfica y, en consecuencia, al propio concepto de región.

 

Hacia una nueva historia regional


En nuestro país la historia regional tiene un espacio ganado a fuerza de costumbre, aunque no siempre se reconoce su entidad conceptual ni se tiene en claro a qué exactamente corresponde. Muchas veces, parece que “lo regional” engloba a todos aquellos estudios no referidos a la Pampa húmeda, mientras se asocia su pertenencia historiográfica a alguna de las regiones que tradicionalmente se reconocen en el interior del territorio, como el Noroeste, Cuyo, o la Patagonia, por ejemplo. Otra idea -presente en los congresos que con regularidad organiza la Academia Nacional de la Historia, por ejemplo- contrapone lo “nacional” con lo “regional”, entendiéndose por esto último la parte que el evento destina a la producción historiográfica referida a las provincias. No se discute demasiado sobre la validez operativa del concepto y, si se lo hace, se lo rechaza mediante la atribución de resabios estructuralistas que no condicen con los paradigmas vigentes.[2]      
Un primer elemento a tener en cuenta es que la noción de historia regional remite necesariamente a dos áreas de conocimiento: la historia y la geografía, es decir que contiene en sí misma las dos coordenadas -tiempo y espacio- que la caracterizan. Ambas disciplinas han pasado sucesivamente por enfoques teóricos equivalentes desde el positivismo del siglo XIX en adelante, que han variado la concepción de región desde posiciones tan encontradas como diferentes (Carbonari, 1998). Así, se ha transitado desde el determinismo geográfico decimonónico, para el cual el medio condicionaba a la sociedad y la región era un espacio previamente delimitado, sólo reconocible por los elementos físicos y naturales que la distinguían, hasta la interpretación más encontrada con tal postura que la considera un espacio abierto, al cual sólo es posible acceder comprensivamente a través del estudio de las relaciones que establecen los sujetos sociales en la  dinámica del proceso histórico (de Jong, 2001). En la medida en que el espacio pasó a ser entendido por la geografía crítica como una “construcción social” (Santos, 1986), la región dejó de ser -y por ende debería serlo para los cultores de la historia regional- un ámbito acotado, previamente definido por el historiador, para convertirse en una hipótesis a demostrar (Bandieri, 2001a). En el medio de perspectivas tan extremas, y más recientemente aún, surgieron otras posiciones neo-positivistas para las cuales la delimitación previa de la región sigue siendo el único recurso posible. 
Para entender este tránsito conceptual de avances y retrocesos, es necesario recordar que, sobre fines del siglo XX, asistimos a una fuerte crisis disciplinar, parte a su vez de una crisis más generalizada de las ciencias sociales y humanas, que afectó tanto a la teoría, como a la práctica y a la función social de la historia, produciéndose un fuerte rechazo del paradigma estructuralista de la segunda posguerra, lo cual derivó en una importante fragmentación de los temas, los objetos de estudio, las escuelas historiográficas y los métodos. Sucesivos “retornos al sujeto” llevaron, en sus posiciones más extremas, a equiparar a la historia con la narración y a negar su poder cognitivo y su condición de ciencia, en tanto entraba en esa misma crisis la idea de progreso que estaba inmersa en la relación pasado-presente-futuro, derivando en una importante disgregación de la disciplina (Barros, 1999).
La pretensión de construir una “historia totalizante” parecía haber llegado a su fin y la separación cada vez más marcada entre historia económica, social y política, alejó a los historiadores de la visión global del pasado. La primera sufrió especialmente los embates de la  nueva situación, por cuanto, como parte de la propia crítica al determinismo economicista, se cayó en otra suerte de determinismo que eliminaba la necesidad de conocer la base económica de la sociedad. Esta profunda crisis de paradigmas y la propia dinámica de la ciencia histórica derivaron en nuevos consensos, más impuestos por la práctica que discutidos y explicitados, donde la historia tradicional no tenía cabida, pero tampoco la tenía la fragmentación postmoderna. Quizás el ejemplo más característico de esta evolución sea el de la micro-historia. Nacida como reacción frente al modelo totalizante de la historia serial de los Annales, derivó no pocas veces en estudios excesivamente “micros”, lo cual llevó a sus partidarios más reconocidos a la necesidad de insistir en la importancia de no perder de vista el contexto y rescatar la heterogeneidad de los procesos, optando incluso por la más conveniente denominación de microanálisis.[3] Disminuir la escala de observación parecía ser una estrategia metodológica adecuada para superar la crisis del paradigma estructural totalizante. Pero la reducción de la escala de observación como recurso metodológico no implicó necesariamente una renovación de la relación espacio-tiempo, ni tampoco hizo  hincapié en el estudio de la base material de la sociedad, al menos en la expresión de sus fundadores europeos, particularmente los italianos, por aquello de evitar toda connotación con la estructura. La historia y la geografía separaron nuevamente sus derroteros en aras de la especificidad disciplinar, y la historia regional perdió su rumbo, transformándose, no pocas veces, en “historia de provincias”. El espacio, entendido como una construcción de la sociedad en el proceso histórico, así como una variable de análisis que supera los límites jurisdiccionales político-administrativos de un objeto de estudio, también perdió entidad historiográfica (Bandieri, 2001a), con algunas escasas excepciones.
Concientes de los graves efectos de la fragmentación neoliberal, los organizadores del 19th International Congress of Historical Sciences planteaban en Oslo en el año 2000  la definición posible de una historia pensada a escala del mundo.[4] No se trataba de construir una historia total, sino de pensar en esa escala para entender la indisoluble unión entre lo global y lo local. La propuesta no era pensar con un “cierto nivel de generalidad”, sino superar los límites de una identidad política particular para ver las conexiones y las circulaciones, apuntando a la construcción de una nueva historia global sobre bases no ideológicas, que lograse reconstruir las herencias múltiples que conforman el pasado y definen la identidad de una región y su construcción histórica. Rescatando los sustentos analíticos de la  historia comparada de Marc Bloch y el concepto de región de Braudel, Maurice Aymard y Roger Chartier proponían, frente a la fragmentación y al individualismo erigidos en métodos contra cualquier forma de “holismo”, la necesidad indispensable de tener en cuenta las escalas de análisis espaciales y temporales infinitamente más largas, para ver los problemas y comprender las culturas, lo que sólo es posible a ese nivel (Aymard, 2001: 44). En síntesis, identificar “diferentes espacios o regiones” que muestren una unidad histórica en sus relaciones y cambios, independientemente de la soberanía estatal que corresponda. Lo que importa es la elección de un marco de estudio donde sean visibles las conexiones históricas en relación con la población, las culturas, las economías y los poderes, donde se vuelvan visibles la circulación de hombres y productos y el mestizaje de los imaginarios (Chartier, 2001: 121). La cuestión no pasa entonces sólo por disminuir la escala de observación sino por  la variación del foco con que se analizan los problemas.
Los historiadores franceses antes citados reclamaban, por lo consiguiente, construir una nueva historia donde el medio geográfico funde su unidad sobre la diversidad y la complementariedad, más que sobre su homogeneidad climática y física; donde la economía se base en el cambio y en la circulación de los bienes y de las personas y sobre la articulación del comercio interno y externo; donde la situación cultural esté marcada a la vez por la referencia a una unidad pasada y por la coexistencia, pacífica y conflictiva, de civilizaciones concurrentes; donde una posición geográfica, explotada y valorizada en un proceso histórico de larga duración, permita ver los contactos entre los países y los continentes, superando los límites y recuperando la noción de frontera como espacio social de interacción (Aymard, 2001: 47).
Estas nuevas perspectivas, aún con las reacciones encontradas que puedan provocar, sin duda vuelven a posicionar a la construcción histórica regional, tan cara a la tradición historiográfica de muchos países de América Latina, como una alternativa posible para superar las visiones fuertemente centralizantes de las “historias nacionales” todavía vigentes, donde las fronteras estatales actúan muchas veces como límites para la construcción de un pasado extremadamente más rico y complejo. Como bien dijo en alguna oportunidad Magnus Mörner (1983: 52): “En países tan heterogéneos en muchos aspectos como aquellos de América Latina, las regiones permanecieron más aisladas y el regionalismo es más importante que en otras partes del mundo. La dimensión regional ayuda a salvar la diferencia entre un nivel nacional más o menos  artificial (al menos para ciertos períodos) y el nivel de la comunidad local.”           

Nuevas investigaciones, otra historia

Como venimos diciendo, la crisis y revisión de los paradigmas científicos que impregnaron la construcción historiográfica de los últimos años derivaron, en nuestro caso, hacia comienzos de la década de 1990, en la necesidad de replantear la construcción de un pasado excesivamente dotado de mitos. Uno de ellos, el pensar una historia donde los “Estados Nacionales”, los “mercados nacionales” y las “sociedades nacionales” eran procesos plenamente constituidos hacia los años 1880 con determinadas características consolidadas. En consecuencia, una “historia nacional” unificada, construida básicamente desde los espacios dominantes, tendía también a generalizar sus conclusiones con una carga explicativa que avanzaba en el mismo sentido en que lo había hecho el Estado central en su propio proceso de consolidación, es decir, en dirección este-oeste.[5] Ejemplificando con el espacio que nos ocupa, se sostenía que la Patagonia había sido inicialmente ocupada por el blanco desde el Atlántico e incorporada definitivamente a la nación como forma de completar la soberanía territorial amenazada por la sociedad indígena y de ampliar las fronteras productivas del país en aras de la expansión capitalista. Sin ser éstos, necesariamente, preceptos absolutamente falsos, daban lugar a interpretaciones que desconocían otras realidades como las de las áreas andinas patagónicas, donde los límites internacionales no funcionaron necesariamente como tales para las comunidades involucradas, visualizándose la presencia de ámbitos fronterizos que se convirtieron en verdaderos espacios sociales de gran dinamismo y larga duración. Esa realidad, evidenciada desde la investigación regional, obligaba necesariamente a revisar una historia nacional construida “de espaldas” a la cordillera. Esta y otras cuestiones son hoy reexaminadas a la luz de nuevas propuestas de investigación que tienden a complejizar muchos presupuestos generalizantes.
Los nuevos aportes tienen también la ventaja de superar las tradicionales “historias provinciales”, que nunca alcanzan a reflejar cabalmente las problemáticas del conjunto. La cuestión se agrava, en el caso patagónico, por cuanto las provincias surgidas de la anterior división administrativa en Territorios Nacionales no tienen límites que respondan a criterio alguno de funcionamiento económico y cultural de las sociedades involucradas. Los mismos fueron fijados por una ley nacional dictada en el año 1884 que tomó como base accidentes geográficos y trazos convencionales, como paralelos y meridianos, escasamente reconocidos por entonces en el terreno.[6] Estos límites, de hecho, de poco sirven a la hora de intentar explicar el funcionamiento de lo social y de la infinidad de relaciones que los superan. Un aspecto importante de los nuevos aportes historiográficos es entonces derribar la idea del funcionamiento de las fronteras como límites, tanto de las que se crearon por imposición de divisiones político-administrativas a la hora de formalizar la soberanía territorial de los Estados, como de aquellas otras más difusas que pretendían diferenciar culturas aparentemente irreconciliables, como la llamada frontera interna entre la sociedad blanca y la indígena. Ambas, curiosamente, funcionaron por mucho tiempo en la producción de los estudiosos como verdaderas vallas mentales a la hora de aproximarse comprensivamente al todo regional.
No sólo se sabe en la actualidad que las sociedades indígenas de Patagonia funcionaban de manera mucho más compleja, sino además que tal funcionamiento sólo resulta entendible en el marco de sus múltiples relaciones con el área chilena de la Araucanía y con la sociedad hispano-criolla de los respectivos centros de poder, tanto en el área del Pacífico como en la del Atlántico. Si los Andes nunca fueron una valla para estos grupos surge entonces, según ya adelantamos, la necesidad de replantearse la idea de “frontera”, tanto de la supuestamente existente entre la sociedad blanca y la indígena, como aquella que los Estados Nacionales -Chile y Argentina- intentaron imponer como límites territoriales de sus respectivas soberanías a lo largo del siglo XIX.  Al avanzar este proceso, se agudizaron las presiones territoriales de la sociedad hispano-criolla hasta que, en la segunda mitad del siglo y mediante sendas conquistas militares, se terminó por incorporar el espacio indígena a la potestad de los respectivos Estados nacionales, resolviendo el secular conflicto a favor de los sectores dominantes. A la expropiación y desafectación de los recursos naturales a las poblaciones indígenas le siguió la conformación de un marco político e institucional que asegurase el desenvolvimiento de la nueva organización social, ahora vinculada a las formas capitalistas de producción. El efecto inmediato de tales medidas en la Patagonia fue el establecimiento de los límites administrativos de los nuevos Territorios Nacionales y la fijación de la frontera política en la cordillera de los Andes. No obstante, como veremos a continuación, la situación periférica del interior patagónico con respecto al modelo de inserción de Argentina en el sistema internacional vigente, con fuerte orientación atlántica, motivó la supervivencia de los antiguos contactos socio-económicos en las áreas cordilleranas por encima de la fijación de límites que los Estados nacionales, recientemente constituidos, intentaban imponer.

La frontera internacional

Si bien hay tendencias y procesos generalizables que permiten cierta historia común, no es posible construir una imagen homogénea de la Patagonia, por cuanto hay características específicas importantes y fácilmente identificables en cada uno de los sub-espacios que la integran. En este sentido, las condiciones de mediterraneidad y aislamiento habrían conferido a las áreas andinas especiales características de marginalidad respecto del sistema nacional vigente, con clara orientación atlántica, y una vinculación muy importante con las provincias limítrofes del sur chileno, heredada del propio funcionamiento de las sociedades indígenas. Esto impide, de hecho, pensar la historia patagónica atendiendo solamente a sus límites territoriales sin considerar la importancia de un área de frontera con existencia propia donde se habría definido, a lo largo de un extenso período, un espacio social de particulares características que sobrevivió por encima de la fijación de límites y de la incorporación de los territorios indígenas a la soberanía de los respectivos Estados nacionales: Argentina y Chile.  Esto habría generado, en el proceso histórico regional, un importante grado de especialización con su propio esquema de funcionamiento e intercambio y una organización socio-espacial acorde, que de hecho se habría extendido, con desigual intensidad, desde el noroeste del territorio de Neuquén hasta las áreas occidentales de Río Negro y norte de Chubut, repitiéndose, con características muy marcadas, en el extremo más austral del continente.
Recuérdese que, en la segunda mitad del siglo XIX, luego de la conquista militar del espacio indígena, la Patagonia se integró al sistema económico nacional a través de la captación del ganado ovino, expulsado de la llanura pampeana por el auge de los cereales y la valorización de la carne vacuna por la incorporación del frigorífico. Este proceso, que en términos generales suele extenderse en los análisis históricos al conjunto de la región patagónica, afectó especialmente a los territorios con litoral atlántico, cuyos puertos naturales permitían una rápida salida de lanas y carnes con destino al mercado de ultramar. No fue éste exactamente el caso de las áreas andinas, cuyas condiciones de mediterraneidad y aislamiento favorecieron su natural desvinculación del mercado nacional y una mayor integración con las provincias del sur chileno, al menos durante fines del siglo XIX y primeras décadas del XX, produciendo una significativa cantidad de vacunos de tipo criollo para satisfacer la demanda de los mercados del Pacífico. Sobre el particular, y hasta hace muy poco tiempo, la producción historiográfica nacional afirmaba, con un alto grado de generalidad, que la producción de los territorios patagónicos se había orientado mayoritariamente hacia el Atlántico, desconociendo la perdurabilidad de estos contactos comerciales con el área del Pacífico.
Al respecto, cabe recordar que en la segunda mitad del siglo XIX, y a instancias de la creciente demanda de California y Australia primero y de Inglaterra después, la producción agrícola de Chile llegó a cuadruplicarse, siendo, junto con el cobre, uno de los rubros de exportación más favorecidos. Ello habría provocado un vuelco de las tierras regables del valle central chileno, antes destinadas a la ganadería extensiva, a la producción de cereales, impulsando, hacia la década de 1880, la ocupación de las tierras de la Araucanía. La especialización cerealera se extendió entonces al sur del Bío-Bío, aumentando la demanda de carne y derivados para consumo y exportación a otros países sudamericanos con costas sobre el Pacífico Sur, como Perú y Ecuador, cuya mano de obra agrícola -proveniente de los países orientales- en condiciones casi serviles, consumía grandes cantidades de tasajo. Un número importante de vacunos en pie fue entonces requerido como materia prima indispensable para distintas actividades de transformación (saladeros, curtiembres, graserías, fábricas de velas y jabón), ubicadas en el valle central chileno y en el área de Valdivia, donde se encontraba la mayor agro-industria chilena de esos años, vinculada al mercado de cueros y suelas que se consumían internamente y se exportaban al mercado de ultramar.[7] Características físicas de singular importancia hacían de las áreas andinas patagónicas lugares dotados de excelentes condiciones para satisfacer tal demanda, particularmente facilitada por la presencia de numerosos valles transversales que permiten el tránsito de un lado a otro de la cordillera durante la mayor parte del año. Chile, en cambio, posee en igual latitud áreas muy boscosas, poco aptas para la ganadería (Bandieri, 1991).
Al mantenerse e incrementarse la demanda de carne, y una vez sometidos los grupos indígenas que la abastecían, las corrientes de población instaladas en las áreas limítrofes desarrollaron naturalmente la misma actividad. Esto también explica el hecho de que importantes hacendados trasandinos se preocuparan por invertir en la compra de grandes extensiones de tierras en la región, con lo cual desahogaban sus campos en las provincias chilenas limítrofes, aptas para la agricultura y de limitadas posibilidades para la crianza de ganado mayor. En una típica economía complementaria, los animales criados en el oriente cordillerano eran engordados con los residuos de las cosechas en los fundos chilenos. Tal es el caso, entre otros, de la Sociedad Comercial y Ganadera Chile-Argentina de capitales germanos-chilenos, que llegó a concentrar en 1905 más de 400.000 ha de tierras en el sudoeste neuquino, además de ser propietaria de molinos harineros, aserraderos y empresas de turismo y navegación en las zonas cordilleranas de Neuquén, Río Negro y Chubut, así como de un emporio comercial operado desde la localidad rionegrina de San Carlos de Bariloche (Bandieri y Blanco, 1997).
Más al sur, la franja comprendida entre el lago Nahuel Huapi y las colonias galesas del noroeste chubutense, en el área de Trevelin, lindante con el tramo chileno que se extiende al sur de Puerto Montt, también participaba de este fenómeno como extensión de las corrientes de poblamiento, comercio e inversiones procedentes de Chile que se desplazaron por el lado argentino hacia esos ámbitos como su máxima posibilidad de expansión (Novella y Finkelstein, 2001). Recuérdese que en la localidad chilena antes mencionada se interrumpe el valle central y el mar penetra sobre el continente, en tanto que una geografía muy accidentada y la densa selva valdiviana dificultan las posibilidades de cruce en ese sector de la cordillera. No obstante, hasta aquí llegaron también parte de los flujos migratorios ingresados por los pasos fronterizos de Neuquén y norte de Río Negro, incluyendo indígenas, criollos chilenos e inmigrantes suizos y alemanes afincados anteriormente en el sur de ese país. En tanto los pobladores de estas últimas procedencias se instalaron en las proximidades de San Carlos de Bariloche, los de menores recursos de desplazaron hacia el sur en busca de tierras libres para ocupar. Puede pensarse que muchos de estos pobladores ya estaban en el lugar desde etapas anteriores, dado que parece importante no pensar la campaña de ocupación militar de los territorios indígenas como un proceso absolutamente exitoso en lo que respecta al “vaciamiento poblacional” de la Patagonia, con lo cual se abona la hipótesis -muchas veces inconsciente por parte de los historiadores- de que el proceso de asentamiento y ocupación social del espacio regional fue posterior a 1880. De todas maneras, estos grupos, ahora identificados con identidades “nacionales” según su lugar de nacimiento, completaron el poblamiento de los valles cordilleranos junto con los colonos galeses. Gradualmente se fueron formando nuevas poblaciones en la zona que el paralelo 42° separó administrativamente desde la creación de los Territorios Nacionales como pertenecientes a Río Negro o Chubut.
Fuera de los límites ocupados por las importantes estancias de capitales británicos que en conjunto formaban la Argentine Southern Land Company Ltda. (ASLCo.), creada en 1889, se ubicaron en la zona pobladores sin capital, muchos de ellos indígenas sobrevivientes y otros pertenecientes a sectores de escasos recursos procedentes de Chile, establecidos como crianceros -pequeños productores de ganado menor, generalmente ocupantes de tierras fiscales- que poco a poco fueron constituyendo la oferta de mano de obra de los ganaderos del lugar, transformándose en peones, medieros, aparceros y, excepcionalmente, arrendatarios de tierras. Una característica destacable de estos grupos era su alta movilidad, particularmente en los primeros años, mientras encontraban tierras desocupadas para radicarse o se “conchababan” en las estancias de propiedad particular. Aquí también se instalaron las colonias pastoriles indígenas de Cushamen, Nahuelpan y Epulef, especie de reservaciones donde determinados grupos de “indios amigos” obtuvieron después de la conquista pequeñas superficies de tierras (625 has. según la Ley del Hogar), insuficientes para la práctica adecuada de la ganadería extensiva que exige la calidad dominante de las tierras patagónicas.[8]
Más al sur, en la zona que los historiadores regionales han llamado la “región autárquica de Magallanes” (Barbería, 1995), se dio una situación similar, aunque con una lógica de funcionamiento e interrelación distinta. Aquí también resulta evidente la expansión de los capitales y de los flujos de inmigración procedentes de Chile, principalmente de Punta Arenas y de la isla de Chiloé, hacia el área de Santa Cruz y Tierra del Fuego, conformando una misma región que, al menos hasta la década de 1920, habría funcionado con una dinámica propia y relativamente desvinculada de los centros políticos de sus respectivos Estados Nacionales, Buenos Aires y Santiago. A la luz de estos estudios, y al menos hasta esos años, la significativa dependencia económica de los territorios más australes de Argentina con el área de Magallanes y su capital Punta Arenas parece indiscutible, al menos en lo que se refiere a la provisión de lanas y carnes ovinas con destino a los mercados europeos.[9] La posibilidad de comunicación directa con los centros de ultramar a través de este puerto, facilitada por la inexistencia de impuestos aduaneros y la débil presencia estatal en la región, favorecieron este proceso de integración. Luego, factores de diversa índole habrían provocado la ruptura de tal funcionamiento autárquico[10], generándose a partir de la década de 1920 una mayor inserción económica de la zona en sus respectivos espacios nacionales, particularmente visible en la nacionalización de los más importantes capitales que lideraban ese funcionamiento, como es el caso del importante grupo empresario Braun-Menéndez Behety, propietario de “La Anónima”.[11] De todas formas, la vinculación económica entre ambos sitios habría seguido siendo importante hasta los años 1930, cuando la hegemonía histórica de Punta Arenas comenzó a debilitarse, cortándose definitivamente luego de 1943, en el momento en que los respectivos Estados nacionales comenzaron a imponer una serie de políticas que marcaron rumbos divergentes y a veces competitivos (Martinic B., 2001). Para el sur patagónico entonces, la expansión ovina producida a partir de los años 1880 guarda no sólo relación con el modelo agro-exportador argentino sino también con la demanda del área magallánica, donde la industria frigorífica y la exportación de lanas y otros derivados ganaderos habían alcanzado un importante desarrollo.
También en el área santacruceña se dio la modalidad de diversificación de la inversión por parte de importantes capitales chilenos. La mayoría de las grandes explotaciones ovinas del territorio, como la estancia “El Cóndor”, de alrededor de 200 mil hectáreas, propiedad de la firma Waldron & Wood, estaban inicialmente manejadas por capitales ingleses radicados en Punta Arenas que además poseían casas comerciales en Buenos Aires. Esta empresa era simultáneamente propietaria de 650 mil hectáreas en el sur de Chile. También la Sociedad Ganadera Gente Grande constituyó un complejo de estancias en Santa Cruz que combinaba con propiedades en territorio chileno. Es en razón de esto que se sostiene que las conocidas inversiones de capitales extranjeros en tierras de la Patagonia sólo pueden ser cabalmente comprendidas en el marco de una particular estrategia de inversión regional de capitales ingleses y germanos radicados previamente en Chile, que manejaban simultáneamente los circuitos de comercialización del Atlántico y del Pacífico (Bandieri, 2005).
Entre ambas zonas del norte y sur patagónico, el área fronteriza del Chubut que se corresponde con Coyhaique y Puerto Aisén en Chile muestra particularidades que la diferencian del resto del espacio regional (Torres, 2002). En este sector, como resultado del laudo arbitral de 1902, el límite abandona la línea de la cordillera de los Andes para penetrar en la meseta patagónica. Esta región, poblada desde el siglo XIX por unos pocos chilotes -habitantes de la isla de Chiloé-  que se dedicaban a la pesca, la caza de lobos y la tala de árboles, fue ocupada más formalmente por el gobierno chileno a principios del siglo XX, luego de la demarcación de límites, otorgando grandes superficies de tierras a compañías originarias de Punta Arenas, como la Sociedad Industrial de Aisén (SIA) o la Compañía Explotadora del Baker, que importaron ganado de Argentina para iniciar sus explotaciones. Hasta ese momento, el Estado chileno se había mostrado desinteresado por las “tierras de entre medio”, nombre con el que se conocía la zona no ocupada comprendida entre Chiloé y el estrecho de Magallanes. Una serie de centros poblados se crearon oficialmente a partir de 1910, como Puerto Aisén, originariamente muelle de la SIA, instalada desde 1903 en la zona de Coyhaique, la población más importante del área. Una ley de colonización dictada  por el gobierno chileno en 1930 aceleró el poblamiento del lugar. A diferencia de los casos anteriores, la lejanía y las dificultades de comunicación con los centros urbanos de Chile más importantes del sector -Punta Arenas y Puerto Montt- facilitaron la natural conexión del lugar con los puertos del Atlántico, particularmente con Comodoro Rivadavia. Cabe consignar que la carretera austral chilena que une Puerto Montt con Aisén se construyó recién entre 1976 y 1988 y la extensión de la misma ruta hasta Puerto Yungay, en el sur, es de 1996, permaneciendo la zona hasta la actualidad desconectada del centro económico de Punta Arenas a través de territorio chileno. De hecho, ese recorrido debe hacerse por territorio argentino. Esto favoreció la orientación temprana hacia el Atlántico. Un espacio común de inversiones de capital, explotaciones ganaderas, flujos de población y variados vínculos socio-económicos caracterizaron también a esta región fronteriza. Una particularidad a destacar es la de migrantes chilenos asentados en Argentina que reingresaron a su país para acceder a tierras en este lugar, junto con pobladores argentinos que también colonizaron el área. Las localidades chilenas de Futaleufú y Balmaceda, originadas a partir de estos grupos de colonos que ingresaron desde Argentina, es un claro ejemplo de este proceso inverso de ocupación que venimos describiendo.
Se puede afirmar entonces que, en el mismo momento en que las principales regiones ganaderas argentinas destinaban sus esfuerzos a mejorar las razas carniceras con destino al frigorífico y a la exportación al mercado europeo del Atlántico, la ganadería patagónica se orientaba con doble dirección. Mientras en el sur, lanas y carnes ovinas salían por los puertos patagónicos y buena parte del interior de la región derivaba los mismos productos hacia los frigoríficos magallánicos y el puerto de Punta Arenas, en las áreas andinas del centro y norte patagónico se comercializaban vacunos en pie para satisfacer la demanda de los centros del Pacífico. Restos importantes de estas prácticas comerciales se mantendrían en las zonas fronterizas, con mayor o menor intensidad, hasta épocas posteriores, cuando se hicieron sentir en la región los efectos de las medidas arancelarias tomadas por ambos Estados, Chile y Argentina, en un período que se inició a comienzos de la década de 1920 y se profundizó años después. Concretamente, puede afirmarse que la actitud proteccionista de ambos países, acentuada en Chile a partir de los años 1925, reforzada por la política arancelaria de 1927 y 1930, y complementada con medidas similares tomadas por Argentina a lo largo de las mismas décadas, habría terminado por descomponer definitivamente estas formas regionales de intercambio, cuando el modelo sustitutivo de importaciones implantado a partir de la crisis de 1929-30 requirió de un mercado interno más eficientemente controlado (Bandieri, 2003).

Conclusiones

El principal aporte de las últimas investigaciones es entonces desviar la mirada del proceso histórico regional hacia las áreas fronterizas, mostrando un mundo de relaciones muy dinámico y complejo que rompe con la tradicional mirada historiográfica de una Patagonia cuyo único eje dinamizador se encontraría en las costas atlánticas, lugar desde donde habrían provenido de manera prácticamente exclusiva las corrientes de poblamiento e integración económica con el mercado nacional e internacional vigentes.    
Asimismo, a partir de estos trabajos, las “fronteras” -tanto la llamada frontera interna entre la sociedad hispano-criolla y la indígena, como la externa entre Argentina y Chile- dejan de ser límites fijos, inmóviles y a-históricos, para convertirse en espacios sociales de gran dinamismo y larga duración. Hoy se sabe que, al menos hasta la década de 1920 -y más tardíamente en muchos casos-, los contactos socio-económicos con el área del Pacífico habrían sido, si no exclusivos, al menos dominantes en muchos rubros, particularmente en lo que hace a la comercialización de ganado vacuno en pie, cuya producción era importante en las áreas cordilleranas del centro y norte patagónico. La ciudad-puerto de Punta Arenas habría captado, por su parte, la mayor proporción de la producción ovina de la zona sur de Santa Cruz y Tierra del Fuego con destino a los mercados externos, en tanto también provenían de allí la mayor parte de los capitales invertidos en el área. Este particular funcionamiento, que complejiza la anterior mirada generalizante y poco diversificada de la historia nacional, debe tenerse muy en cuenta a la hora de aproximarse comprensivamente al proceso de construcción social de la Patagonia.

Bibliografía citada

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*Dra. en Historia. Profesora Titular de Historia Argentina y Regional en la Universidad Nacional del Comahue. Investigadora y Vicedirectora de la Unidad Ejecutora en Red ISHIR-CEHIR/CONICET. E-mail: sbandieri@ciudad.com.ar
[1]Resulta importante aclarar la explícita diferenciación que en este trabajo hacemos entre límite y frontera. Mientras el primero implica una separación lineal de jurisdicciones bajo distintas soberanías, la segunda involucra una concepción espacial del territorio dentro de la cual se fijan los límites. La frontera es generalmente un ámbito alejado de un poder hegemónico y, como tal, suele permitir la conformación de un espacio social que, antes que separar, une, y permite definir una región conformada a partir de las relaciones que las sociedades involucradas establecen a lo largo del proceso histórico.
[2]Ver, como ejemplo, la opinión crítica de Daniel Santamaría (1995) incluida en el dossier de la Revista de Historia Nº 5 de la Universidad Nacional del Comahue que reproduce las ponencias presentadas al Simposio de Historia Regional en las IV Jornadas Interescuelas-Departamentos de Historia, realizadas en Mar del Plata en octubre de 1993. Una buena puesta a punto sobre los estudios regionales y su validez conceptual y empírica, puede verse en los libros compilados por  S. Fernández y  G. Dalla Corte (2001) y S. Fernández (2007).
[3]Ver al respecto AA.VV., Dossier “La microhistoria en la encrucijada” (1999).
[4]AA.VV. (2000: 3-52), cit. en Chartier (2001:119).
[5]Un buen ejemplo de ello es el artículo de J. L. Ossona, donde se atribuye a la expansión ferroviaria de los años 1860 y 70 un efecto contundente en la reorientación “hacia el Atlántico de todas las regiones argentinas, revistiendo las tendencias centrífugas y operando una unificación económica que sentó las bases para la formación de un mercado nacional” (1992: 69). Por dar sólo un ejemplo contrario, en el interior rural de Neuquén, pese a la extensión ferroviaria del Ferrocarril Sud a principios del siglo XX, los circuitos mercantiles hacia el Pacífico siguieron funcionando con escasas alteraciones, mientras circulaba mayoritariamente moneda chilena, hasta los años 1930.
 
[6]Después de la conquista militar de los espacios indígenas, se procedió a su ordenamiento en unidades administrativas más pequeñas que aquel vasto territorio hasta entonces llamado Gobernación de la Patagonia. Se dictó entonces la ley Nº 1532 del 16 de octubre de 1884 que dispuso, en el sur del país, la creación de los Territorios Nacionales de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, estableciendo sus superficies, límites, forma de gobierno y administración, situación que conservaron hasta la segunda mitad de la década de 1950 en que se convirtieron en provincias, con la sola excepción de Tierra del Fuego que lo hizo más recientemente.

[7]La industria de la curtiembre en el área de Valdivia tuvo un gran desarrollo hasta la Primera Guerra Mundial. Allí se fabricaba todo el calzado utilizado por las fuerzas armadas chilenas y los mineros del norte. Suelas y cueros se exportaban mayoritariamente al mercado europeo a través del puerto de Hamburgo, aprovechando las conexiones familiares y empresariales de migrantes alemanes radicados en el sur de Chile.  
[8]Para visualizar la importancia numérica de estos grupos cabe consignar que, según el censo nacional de 1895, el 41% de la población extranjera del Departamento 16 de Octubre, en el oeste de Chubut, era de origen chileno, superando incluso a los británicos (galeses y empleados de la ASLCo.), en tanto que el 90% de los argentinos eran indígenas. En 1914, la cantidad de migrantes chilenos había ascendido al 75% de la población (Finkelstein y Novella, 2002).
[9]Sobre fines de 1910 puede ubicarse el momento de mayor auge de la industria frigorífica en Punta Arenas, cuando la provisión de ovinos argentinos constituía hasta el 50% de los animales sacrificados con destino a los países europeos.
[10]Al terminarse el canal de Panamá, la ciudad del estrecho quedó a trasmano de las rutas más navegables. A ello se sumaron los gravámenes que los gobiernos argentino y chileno impusieron a partir de 1920 al comercio de ganado, proceso que se fue acentuando en los años siguientes hasta cortarse definitivamente en los años 1940 (Bandieri, 2003).
[11]De Punta Arenas provinieron las primeras iniciativas de ocupación económica del sur patagónico por parte de importantes hombres de negocios, como José Nogueira, Elías y Mauricio Braun, quienes iniciaron una sociedad ganadera en la Patagonia a partir de 1889, luego de la obtención de dos concesiones de tierras compartidas, dando lugar a la formación de la Compañía de Haciendas de Oveja de Tierra del Fuego, luego Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, dueña para 1900 de 1.700.000 has. y doce millones de ovinos en campos ubicados a uno y otro lado del estrecho y de la frontera internacional. De este grupo empresarial se desprendieron otras firmas regionales con intereses diversos en Tierra del Fuego y Santa Cruz, integradas por Mauricio y Sara Braun -esposa de Nogueira-, Blanchard-Nogueira -luego Braun-Blanchard- y, con la incorporación de José Menéndez, la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia -más conocida cómo “La Anónima”-, la empresa comercial más importante de la región.

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